
Una bisabuela de la autora era ucraniana y sobrevivió a la aniquilación de millones de paisanos a principios de los años treinta del siglo pasado, por las leyes y persecuciones decretadas por Stalin. Pudo huir a Estados Unidos y rehacer su vida. Con los recuerdos de la bisabuela y de otros parientes y con su tarea de investigación histórica, Erin Litteken ha elaborado esta excelente novela, de las que dejan huella profunda en el lector: por lo que se cuenta, por los personajes y por el modo en que se cuenta.
En capítulos alternativos, la trama se desarrolla en dos ambientes muy distintos. Por un lado, la voz de Cassie, en Wisconsin e Illinois, entre mayo de 2004 y mayo de 2007: su marido ha fallecido en un accidente y está destrozada; su madre la convence para que se vaya a vivir con la abuela, que está sola y con la salud muy precaria. Accede e irá descubriendo lo que aquella oculta sobre su dramático pasado en Ucrania, a través de un diario y otros papeles que traduce con ayuda de Nick, un bombero que conoce la lengua ucraniana, otro personaje muy interesante. Por otro lado, la vida de Katia, la abuela, en Ucrania, desde septiembre de 1929 a julio de 1934.
Al final, todo cuadra y el comportamiento de la abuela en medio de tanto dolor ayudará a Cassie a afrontar la pérdida de su marido. Resultan también interesantes las relaciones de la hija de Cassie con Katya y la actitud de Anna, la madre de Cassie.
Un gran homenaje a las víctimas de aquella masacre, que ayuda también a comprender un poco la situación actual. Es estremecedora la cita Stalin con la que se abre el texto: "Si un hombre muere de hambre, es una tragedia. Si mueren millones de ellos, es solo una estadística".