
Un niño de once años es brutalmente asesinado y un montón de testigos coincide en acusar del crimen a Terry Maitland, entrenador deportivo del colegio local, hasta entonces profesor de costumbres intachables. Sin embargo, Terry aporta pruebas irrefutables de que él estaba a muchos kilómetros del lugar de los hechos cuando se perpetro el crimen. El detective que dirige la investigación se encuentra, por tanto, en la tesitura de detener a un reo que estuvo en dos sitios a la vez. A partir de aquí y aunque parezca inverosímil, la trama se complica con la introducción de elementos paranormales: en la zona empiezan a aparecer personas persuadidas de apariciones misteriosas, como si fuera en sueños: pero no son imaginaciones, ya que dejan tras de sí pruebas físicas de haber estado presentes en realidad, y de que tienen facultades para suplantar la identidad ajena. La segunda mitad de la novela se vuelca en la persecución de fantasmas, capaces de matar pero también susceptibles de ser muertos a balazos.
El autor se apoya en su acreditado buen quehacer novelístico para vendernos una novela de la serie B, con excesivos diálogos y confeccionada a costurones. Recurre a lo preternatural para justificar las incongruencias del relato. En El visitante Stephen King introduce -y malbarata- todos los elementos de la fe cristiana en referencia a la posesión diabólica para jugar con ellos en ficciones ajenas a Dios. En otros términos, reduciéndolos a supersticiones, que compiten con la ciencia, pero que al fin son vencidos por el realismo de lo tangible tejas abajo.
Indudablemente, la lectura hará daño a lectores poco formados e indignará a quienes conocen la vinculación de lo natural con lo sobrenatural, en orden a Dios. Aunque hay párrafos que describen acciones crueles, se evita siempre la morosidad en las referencias sensuales.