Al final del Siglo de las Luces y con el fuego de la Revolución apenas apagado, Chateaubriand, que aún no había cumplido los treinta años, emprendió una apología de la religión cristiana. Además de restaurar la imagen de una religión maltrecha, pretendía aportar nuevas pruebas de la existencia de Dios. Pero estaba muy lejos del lenguaje del teólogo. Era ya el gran poeta que, no sin estremecimiento, ensalzaba la excelencia, la belleza y el «genio» del cristianismo.
En la primera parte del libro, Chateaubriand aborda el origen del hombre, la naturaleza humana y sus misterios. Siendo la religión cristiana «la más poética, la más humana, la más favorable a la libertad, a las artes y a las letras», se deduce que toda la literatura, todas las bellas artes, todo el pensamiento filosófico y erudito no son otra cosa, nos dice, que emanación de Dios.
En la segunda parte elogia el culto cristiano en sus dimensiones material y jerárquica. Para el joven escritor, todo contribuye a la magnificencia del cristianismo: las campanas de las iglesias y las vestiduras de los sacerdotes; las tumbas de los muertos y las oraciones de los vivos. Además de su belleza, defiende el carácter eminentemente moral de esta religión. A sus ojos, esto queda demostrado por los beneficios que aporta a la humanidad y los servicios que presta a la sociedad.